La Última Esquina

El último truco del mago que deslumbró a Coyhaique

Por Osvaldo Soto / 23 de julio de 2023 | 12:00
Elías Scaff y la plaza de Coyhaique en 1954. Fotografías recopiladas por Óscar Aleuy.
Tercera crónica de la serie "Aysén, la última esquina", narraciones del escritor Óscar Aleuy Rojas.
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Tercera crónica de la serie "Aysén, la última esquina",  narraciones del escritor Óscar Aleuy Rojas.

Hoy el café no me sabe bien. Lo siento amargo, mucho más que otras veces. Me encamino a la chimenea que tampoco arde mucho y arrojo el vaso completo. Recuerdo a la Ester Negrón, mi amiga chiquilla de niñez, la hija de uno de los grandes repartidores de leche en el vecindario de Torreones y Correntoso. La vi por última vez en el tren, antes de volver a mis clases y partí a los rosados años de infancia en el fondo de los ríos, allá en Aguas Muertas. Ahora es otra Ester la que aparece, después de casi 40 y tantos años sin verla. La escucho emocionado. El café ahora se me pasea con regodeos y complacencias. 

Crecí con ella cuando éramos niños y al verla me he vuelto a inquietar por sus abrazos. Tenía yo la leve certeza de que algún día nos volveríamos a encontrar. Ella ha viajado más de quince horas en avión para venir a estar con nosotros y llega con su hermano que es ilusionista, un mago calvo y famoso que es vendedor viajero. Se llama Elías Scaff, sobresaliente ilusionista que encanta a medio mundo en sus giras por América y que hoy veo más viejo y desgarbado que hace treinta años. Se sigue llamando el mago Harbalay, pero su mirada ya no es la misma. Todo no es lo mismo.

Ester me ha mostrado una imagen de él que me pegó una brutal cachetada. Se me apareció notoriamente maquillado y con un porte de galanura y glamour que ni te lo cuento. Ahí, con una foto en sepia brincando entre las sombras, puedo regresar a conocer su historia y ver a Renata, su reciente hija. Algunos folletos de promociones de la época que aparecen en el baúl pueden confirmar sus actuaciones a tablero vuelto en grandes teatros y escenarios de América. La memoria es algo extrañamente fascinante. 

En 1959, mientras estuve con Harbalay un par de horas y luego de conocer su maleta negra, sus ojos llenos de interrogaciones y su voz energética de gigoló dulcificado, no me pareció que aquella tarde tuviera nada de particular. Incluso jamás habría sospechado que, cincuenta y nueve años después, volvería a estar ahí en medio de esa visita que ensalzaría los hechos hasta sus más ínfimos detalles. En aquella época de niñez a uno no le interesan mucho ciertas cosas como el paisaje y las primeras degustaciones de palta aderezada con muy poca sal y aceite. 

Pensaba en él, en la gran ocasión que me brindó el destino de estar en el mesón del local justo a la hora en que hacía su entrada, siempre sonriendo y adulcorado. No, no estaba dispuesto a admirar el paisaje que me rodeaba. Sin embargo, la primera imagen que se perfila en mi memoria es la de aquel tipo, el silencio de la calle, los olores de un perfume recóndito y furtivo, el papel de envolver de color verde desleído en el marco de fierro de un mesón de comercio. Es lo primero que recuerdo. Con tanta nitidez, que tengo la impresión de que, si alargara la mano, podría coger cada uno de esos detalles con la punta del dedo. 

Conservo en mi memoria un decorado sin luces con la figura de Harbalay como una verdadera aparición. Una típica reunión de espantajos. De fondo una melodía de la Connie Francis con trombones, baterías y esos palmoteos sincopados con la voz angelical de la cantante. Al sobreponer estas imágenes, el rostro del ilusionista mira a mis queridos padres y les sonríe. Eso se esfuma, pero vuelve a aparecer.

Después se dirige hacia mí, y también me sonríe y pide un papel, el mismo pliego de color verde enrollado en una esquina del mesón en unos soportes de fierro y que es donde se empaquetan las compras de los clientes. Ladea la cabeza, me habla, me mira fijamente a los ojos. Y entonces me exige que ponga atención, que me va a preguntar algo. Tal vez espero ver en ese gesto y su palabra el rastro de un acto mágico antes que la magia misma. Sus dedos y manos son veloces como una centella, el fondo de un número de ilusionismo pensado para cualquier mortal. Hoy me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al principio, yo era capaz de recordarlo en cinco segundos, luego éstos se convierten en diez, en treinta y finalmente en un largo minuto. El lapso va alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que de pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas. Y es porque mi memoria se está distanciando del lugar donde está vestido de corbata. La tarde parece encogerse. Creo que va a llover otra vez. 

Yo no sabía nada de él, nunca nadie me dijo nada sobre el mago Harbalay. Apareció de repente por la ancha puerta batiente y entró. Después de pasado el primer trance, me dijeron cosas sobre él, qué hacía, dónde y cómo. 

Mis viejos eran amables conmigo. Harbalay, el mago, acudía año a año a estar entre nosotros y aprovechó su prestancia de vendedor viajero, amén de sus acumuladas amistades, para provocarnos conmociones. Era muy donoso él. Bien vestido, fragante, alguien que no dudaba en dejarse caer los veranos con el pretexto de atender clientela, cuando en realidad lo hacía movido por su oficio de ilusionista, algo que traía bajo la piel desde los escenarios de la capital. 

Proveniente de una familia libanesa de fines del XIX, se enamoró de estas comunidades, tal vez por la profusión de estirpes árabes que echaron raíces ahí. Harbalay abrió las puertas de la exaltación, especialmente entre los niños que esperábamos despertar rápido de nuestro largo letargo de silencios. Sin muchos aspavientos hizo su entrada a la provincia por primera vez cuando despuntaban los soles de 1952, a bordo del viejo Trinidad y sus calderas de humo negro y carbonífero, cuando las lluvias desalmadas iban resbalando por la ciudad y la dejaban imposible. 

Su primera presentación ocurrió un mes después, cuando aún no regresaba a Santiago y ya se había hecho conocido como vendedor, desplegando maletines con catálogos y muestrarios sobre los mesones barnizados de los boliches de la calle Chile-Argentina. Conversó con varios intelectuales del Liceo de Puerto Aysén y con Eusebio Ibar, el director. Entonces, como por arte de magia quedó amarrada la presentación para el jueves 23 de octubre de 1952. 

Esta única actuación en el puerto marcaría un inolvidable precedente. Parecía imposible que Harbalay no cayera bien adonde fuera, provocando una admiración que restañaba un mundo insólito entre el ir y el venir. Era un ser vertiginoso frente al vacío de a la plaza, que sostenía una maleta enorme y pesada, alguien extraño que invadió la casona natal para saludar a sus paisanos coyhaiquinos. Esa tarde especial, la del envoltorio verde desleído, la de la hoja verduzca del porte de un cuaderno que comenzó a doblar hasta donde alcanzara, me regaló el dichoso encuentro con un billete verde de cincuenta pesos, salido de la nada.

Pero quiero hablar de sus presentaciones. Generalmente los números de magia los hacía en privado y esa del Liceo de 1952 fue única. Señaló el Platillo de Satán, donde hacía rotar y bambolearse un plato de loza sobre una vara flexible; o los juegos de cartomancia, con naipes en las manos. Llegó luego un trance colectivo en que seis personas hipnotizadas manejaban un vehículo o tocaban durmiendo los instrumentos de su preferencia; asomaron los espectáculos del Dedal Misterioso, el Tubo Raymond, caminar a través de la cuerda, la Multiplicación del Arroz, el Billete y el Huevo, la Pizarra Espirita y la Carta en el limón. 

Más adelante, Harbalay se dejó comentar con los otros números que trajo a Coyhaique, como una Lluvia de Cigarrillos, el Dado y la Cinta, la Moneda China, los Pañuelos voladores y el Vaso o el Cofre de Billetes. Su nombre comenzó a elevarse como una llamarada. Cada vez que viajaba, no sólo acompañaba sus maletas con mercaderías, y vestuario, sino que a ella sumaba sus avatares de ilusionismo que nunca dejaba en casa.

Las últimas pruebas de magia nos encontraron con un ilusionista más entrado en años, que, sin embargo, no dejó de hacernos reír y asombrarnos con la Carta en el Globo, la Cuadratura del Círculo, la Vela Misteriosa y los Vasos Aéreos, dejando pendientes muchas pruebas que yo no alcanzaría a ver pero que se comentaron, como la velada del Huevo de Chang y la Cacerola de Lin Yu Tan, la Jarra de Leche y la Tortilla al Ron, todas premiadas en torneos internacionales. 

En verdad era un gran espectáculo encontrarse con Elías Scaff, Harbalay, un señor del sombrero de copa, su chapa de empalagoso gigoló, que ató la conmoción en todos los escenarios donde estuvo, su perpetua sonrisa y su afable prestidigitación.

Hoy el café me sabe mejor que antes. Lo siento apacible y placentero, mucho mejor que otras veces. Es que algo cambió con la remembranza del querido Harbalay y se quedó girando, rondando, apareciendo y desapareciendo en el otro fondo de la vida.

Por Oscar Aleuy Rojas

Antecedentes biográficos del autor:

Oscar Hamlet es Oscar Hamlet Aleuy Rojas, coyhaiquino, profesor de Lenguaje de la UCV, casado, padre de 5 hijos, radicado en Viña del Mar, donde escribe, diseña y edita sus propios libros y revistas sobre Aysén. 

Trabajó en varias agencias publicitarias en el boom de los 80, incluso fue Asesor de correcciones de estilo en La Revista del Domingo en la época de Ganderats. 

Pasó por Coyhaique destacando como productor de programas radiales de corte histórico, posee el banco de voces de pioneros más completo de la región y una nutrida colección de fotografías antiguas. 

Su legado para el mundo: preservar las historias de los hablantes tempranos, crear un mundo potente de testimoniales, enredado en lo real maravilloso de su región.

Su fecunda producción literaria lo lleva más lejos aún. Son 19 libros que él mismo construye y edita en sus talleres de Viña del Mar y que se exhiben en librerías de Coyhaique. Tiene otros cinco en carpeta.

 

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