Algunos vecinos me habían venido contando cosas sobre los tarritos y las botellas puestos a la vera de los caminos. Extrañado, les pregunté el motivo. Son para la animita, me decían. Y cada cual me ofrecía distintas versiones sobre la leyenda. Una joven había estado cerca de esas familias. Un viejo hablaba en voz baja repitiendo las razones del infortunio, y se iba deteniendo en las velas, en los tarros, las botellas y los rezos.
Este caso pertenece al imaginario colectivo, a pesar de tratarse de un hecho histórico y palmario. Es como una contada que se haya ido transformando con el tiempo, y al avanzar, se transfigura, agregando ineludibles detalles. Hay muchos casos de devoción pueblerina que conozco. Pero como éste, ninguno. Es un asunto de inexorable fervor y apego a la religiosidad y uno de los más conocidos por su carga significacional, la que no resiste el embrujo que provoca en los grupos familiares. Al observar los caminos y carreteras de gran parte de las áreas puebleras argentinas, es muy probable que en cada pueblo y región haya una gruta, unos colgajos con frases mal escritas y una animita llena de botellas desbordantes de agua cristalina cerca de los arroyos cercanos.
Nosotros vamos siempre a dejarle agua a la animita. Le pedimos por nuestra familia, le pedimos por las rogativas y oraciones que solucione tantos problemas que tenemos. Le rogamos, le rezamos, le encendemos velitas y a veces nuestras peticiones se cumplen. Por eso le seguimos llevando velitas y botellas llenas de agua, nos revela la anciana Rosa Silvia Caicedo de Pastos Blancos en El Chubut, quien además agrega lágrimas y suspiros a su relación, y junta las manos invocando a la santa, mientras mira hacia lo alto con ojos entornados.
La historia
El suceso se remonta al siglo XIX en la región de San Juan, Argentina y dice relación con la presencia de dos jóvenes que se amaron entrañablemente. Ella era Deolinda Correa y él un soldado que defendía la causa revolucionaria. En el transcurso del año 1835 un criollo de apellido Bustos fue reclutado en una leva para las montoneras de Facundo Quiroga y llevado por la fuerza a La Rioja. Su mujer, María Antonia Deolinda Correa, había parido hace pocas semanas y se desesperó porque su esposo iba enfermo al campo de batalla. Entonces tomó a su hijo y siguió las huellas de la montonera. Luego de mucho andar y cuando estaba al borde de sus fuerzas, sedienta y agotada, se dejó caer en la cima de un pequeño cerro.
Unos arrieros que pasaron por la zona, al ver aves carroñeras que revoloteaban junto a unos matorrales aparragados, se acercaron al cerro y encontraron a la madre muerta y al niño aún con vida, amamantándose de sus pechos. Recogieron al bebé, y dieron sepultura a la madre en las proximidades del Cementerio Vallecito, en la cuesta de la sierra Pie de Palo. Al conocerse la historia, comenzó la peregrinación de lugareños hasta la tumba de la difunta Deolinda. Con el tiempo se levantó un oratorio en el que la gente acercaba ofrendas, botellas y velas, se persignaba y alzaba los brazos pidiendo y rogando casi fuera de sí.
Mis abuelos me contaron la historia y es que parece que ella fue a la guerra porque siguió a su marido que iba con una dolencia, y salió a buscarlo pero al llegar al desierto murió de sed y llevaba una criatura en sus brazos. Y esta guagüita se mantuvo viva porque después de la muerte de la mujer, los pechos de la difunta siguieron alimentándola —declaró sin pudor Joselito Martínez de Comodoro Rivadavia.
El mito y la leyenda popular
El milagro puede ser causa de comentarios, pero, más que eso, pronto se convierte en leyenda popular, dispersándose por toda Argentina y alcanzando los territorios colindantes de Bolivia, Perú y Chile, especialmente nuestra Patagonia aysenina, donde se la venera como si fuera un hecho local.
Los pechos de Deolinda Correa, fuente inagotable de vida después de la muerte, simbolizan la eternidad y una especie de protección divina ante lo nuevo, que comienza en medio de la aridez de un desierto implacable. Las vicisitudes relacionadas con Deolinda Correa pueden ser consideradas como ofrendas y símbolos de adoración al producir un milagro y una asombrosa movilización de masas. Otra de las versiones indica que a Deolinda, en el camino, se le agotaron las provisiones: el charqui, el patay, algunos higos y lo más grave, el agua. Agotó las reservas de tunas, cuya carne jugosa engaña la sed mordiendo en vano raíces amargas y la misma tierra. Las fuerzas la abandonaron, traspuesta buena parte del camino, cuando el espejismo dibujaba la superficie de la reseca arena sobre las copas de las primeras arboledas de Caucete.
Bajo el sol abrasador encontraron su cadáver. Protegía a su pequeño, prendido a sus últimos frescores: sus pechos, sus labios secos. Es la Difunta Correa, a quien la piedad popular ha levantado en Vallecito, lugar donde cayó (kilómetro 62 de la ruta de San Juan a Chepes) una capilla, donde se venera a la Virgen y por su intercesión piden millares de promesantes de San Juan y provincias vecinas, se honra a la madre que da su vida por los hijos.
Primeros milagros
Pero la explosión que gatilla el mito no es simplemente la muerte de Diolinda, su entierro y una cruz en el desierto de San Juan. El primer milagro se produce cincuenta años más tarde cuando un gaucho llamado Pedro Zeballos, que iba tropeando ganado para Chile, debe guarecerse de una dura tormenta en las cercanías de la cruz. El ganado se dispersa y se pierde. El gaucho no encuentra la tropa y entonces se desespera y se arrima a su compañero que anda con él, momento en que éste le habla de una difunta en un otero cercano. Zeballos se arrodilla ante esa cruz descascarada e invoca el nombre de Diolinda, ofreciendo construir una capilla si ella intercede para la aparición de las vacas. A la hora siguiente encuentra el ganado completo en una loma baja. El sitio del milagro no sólo se conoce desde entonces como La Cuesta de la Vacas, sino que está engalanado por una hermosa capilla de devoción, justo en el lugar en que está la difunta y su cruz. Miles de fieles siguen a Diolinda y le piden milagros que ella concede.
Venerada en Aysén
En nuestra tierra de Aysén se la venera con la misma pasión que en las rutas del sur, y cientos son los camioneros que se detienen a dejarle botellas de agua, en un intento por aplacar esa sed que le oprimía el alma en medio de su agonía. Se trata claramente de una tradición sublimada y elevada al rango de un mito por la fe de un pueblo, y que tiene origen en las tormentosas jornadas de la guerra civil argentina. Sólo aquí en Coyhaique uno puede acercarse a percibir aquellas desoladas ofrendas, en las cercanías del camino a Balmaceda y también cerca de Valle Simpson, pequeñas casitas construidas para adorar el recuerdo de una mujer milagrosa que puede proteger a los viajeros en los recodos de sus rutas. Dentro y fuera de estas construcciones, sus adoradores ya reservan sitios para manifestar improvisadamente su fervor, mediante impresionantes agradecimientos cotidianos por los milagros concedidos.
Estos amigos del camino ven en la imagen de Deolinda la simbología maternal personificada y es por eso que, además, siguen llevándole botellas de diferentes formas, colores, anchos golletes en señal de auxilio generoso más allá de la muerte, botellas colmadas de agua, en un gesto de amor y auxilio, para que la leche materna siga fluyendo como un manantial inagotable. También se observan víveres, algunas prendas de vestir, velas para encender, banderines deportivos y las inscripciones que denotan la fe, hechas en carbón, con lápiz, o en placas de intenciones más osadas de bronce pulido: Gracias Difunta Correa, por favor concedido.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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